Se están perdiendo los valores.
Los de siempre. Los tradicionales.
Y no es que me tenga yo por una ferviente defensora de los mismos. Pero los echo de menos. Muchas veces. Demasiadas.
No me refiero a la misa diaria y a la confesión semanal. No. Ni a los cuchicheos detrás de las cortinas viendo la gente pasar por la calle.
Me refiero a la educación basada en el respeto, en el reconocimiento de la autoridad de los padres, de los maestros, de las personas de bien, de los mayores, en la buena educación con los vecinos, los familiares, con las personas que nos cruzamos con la calle, con las que entran en el autobús en el que estamos sentadas, con el silencio de la sala de un hospital.
Nos infunden y atosigan con el reconocimiento y exigencia de nuestras libertades y derechos individuales, matizados por los de la colectividad -ese ente intangible y muchas veces ininteligible-, y perdemos las buenas costumbres del buen padre de familia, que tanto adorna los criterios interpretativos del vetusto Código Civil. Expresión que, de querer incorporarse ahora, sería tachada de inverosímil, inapropiada e incluso de inconstitucional. No porque apenas queden buenos padres de familia, que los hay y a millones, sino porque la sola mención, en exclusiva referencia, al padre, levantaría hordas de exaltados -sobre todo exaltadas- reclamando igualdad de tratamiento, eliminación de tintes discriminatorios, y un sinfín de argumentos cargados de razón. De la moderna, se entiende.
Me supongo, sin conocerlo en absoluto, que habrá como mínimo varias propuestas de creación de diversos comités de expertos para tratar la cuestión de su adecuación, si no directamente su eliminación, a los tiempos modernos, en los que resulta inconcebible la referencia al buen padre de familia y a su contenido tradicional: el procurar el bien de los miembros integrantes de la misma.
Empeñados en eliminar los valores y la cohesión familiar, la modernidad se dirige hacia el impulso de la individualidad hasta límites ciertamente insospechados; hasta el punto de exigir el reconocimiento del derecho a la elección de nuestro género, o el derecho a proferir cualquier tipo de insulto, expresión soez, o descortesía, a las cuatro esquinas de nuestro móvil, nuestro portátil, tablet o PC, redes sociales mediante. Y si incomprensible y exagerada es dicha promoción, más lo son, si cabe, sus intentos de represión.
No entiendo la tipificación del delito de odio. Mejor: no entiendo que muchas situaciones que quedan cubiertas por el tipo tengan que ventilarse necesariamente ante los Tribunales, con el empleo necesario de nuestros escasos recursos públicos y, sobre todo, ocupando los quehaceres de personas justas y ponderadas, los jueces y fiscales, que debieran estar para otros menesteres de mayor enjundia y responsabilidad.
Sería más sensato, no sé si sencillo, que todas -y todos, que diría d. Julio- pusiéramos un poquitín de empeño en vigilar y controlar las actividades de nuestros hijos en las redes sociales, que les educáramos en su uso, que les advirtiéramos de sus peligros y que les elimináramos de sus cuentas todos aquellos materiales impropios de su edad y falta de madurez.
Otro gallo nos cantaría
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ResponderEliminarRazón para pensar que si el espacio cibernético en internet es gratis, cuando lo limitan pagando será por algún motivo.
Doña Petra, acabo de descubrirla por los comentarios de Boswell en Vozpopuli. Me ha alegrado el día. Magnífica columna, la felicito sinceramente.
ResponderEliminarQue tenga un buen día.
Un saludo.
JAOE.
Muchas gracias a usted. Un placer leerle también.
EliminarHola Doña Petra
ResponderEliminarexcelente columna, y además con la posibilidad de ir mas allái de los 750. Me da hasta vértigo. Habrá que acostumbrarse. Es cómo si uno que sólía ir a 110-120 en la autovía y ahora va a 60 porque si no le agarran con elmultazo se mete en una de esas alemanas en las que se puede ir a 200 o mas.
Habrá que ir con ciudado con los troles.
Un cordial saludo Pasmao con lo que no pasa